Calle Montalegre, barrio del Raval. Una serie de grandes cristaleras en la planta baja de la biblioteca de la facultad de Geografía e Historia deja visibles libros, móviles, bolsos y portátiles desde la calle. Una estudiante pide a un compañero de mesa que eche una mirada a sus pertenencias mientras ella sale, probablemente, al baño. Guarda el móvil en la bolsa que pone en la silla.
Deja un par de libros abiertos, el portátil y el mp3. Tiene suerte, pero no siempre es así. Mònica Maspoch, investigadora de historia medieval, ya había oído hablar de hurtos frecuentes dentro de la biblioteca, que es de libre acceso. El pasado miércoles descuidó sus cosas sólo unos instantes, el tiempo de quitarse la chaqueta, y su bolsa desapareció. Ese mismo día, más tarde, se produjo otro robo. Tras el incidente, Maspoch se dirigió a las oficinas de la biblioteca. Allí se enteró de que sólo existe un vigilante para los 4.500 metros cuadrados de los edificios de la facultad y la biblioteca. Más allá de las grandes ventanas que dan a la calle, la única separación entre el interior y el exterior son dos accesos flanqueados por detectores con alarmas.
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